Jamás ha visto tantas luciérnagas. No es época. Tampoco lugar. Sin embargo, ahí están. Son de color verde atómico. El pequeño Adler intenta atraparlas con las manos.
– ¡Papá, tienes una en la cabeza!
El hombre sujeta al crío para que no se pierda entre la multitud hacinada y lo empuja contra sus piernas. El muchacho mira las luciérnagas. Tiene la boca abierta y una enorme sonrisa.
– Se posan en mi mano. ¡Las tengo en la ropa!
Adler se mira la barriga repleta de luciérnagas. Hay tantas y son tan brillantes que su cuerpo parece alienígena. Empieza a contarlas. Está muy concentrado.
– Tres grupos de diez. ¿Cuánto es eso, papá?
El pequeño se gira hacia arriba buscándolo, pero el hombre yace ahora en el suelo y pestañea despacio.
– Son 30, Adler. Ven, acuéstate conmigo y no dejes de mirarlas.
Se mueve con sigilo para evitar que las luciérnagas se vayan y se acomoda en tierra, utilizando el torso de su padre como el respaldo de una silla. Sigue entusiasmado.
– Son mejores que las que aparecen en los cuentos que leíamos en la escuela.
El padre se encorva y da cobijo al niño con las piernas y el cuerpo. Son los únicos hablando allí.
– ¿Por qué son mejores?
– ¿No las ves? Brillan más, son más grandes y tienen alas. En los cuentos no dicen que las luciérnagas tienen alas.
El crío mira las que descansan sobre su mano y, con gesto curioso, se las acerca a la cara. Está desconcertado.
– Lo que no sabía, papá, es que las luciérnagas huelen a gas.