Inventaba mil historias. Y cuando no era una era otra. Pero siempre existía algo capaz de caducar su existencia y exprimir hasta el último de sus esfuerzos sus ganas de vivir. Ni siquiera se daba a sí misma la oportunidad de cambiar. De ser feliz. De transformar toda aquella bocanada de negatividad para poder dejar atrás sus quimeras. No. Ella no se lo merecía.
O al menos así lo creía. Cuando caía la noche se dedicaba a mirar a través de la ventana y a organizar sus pensamientos de la mejor forma posible. Sin darse cuenta, borraba de un solo plumazo cualquier sonrisa que se le hubiera podido dibujar en la cara a lo largo del día y se atormentaba con aquello más insignificante. En su interior sentía que, por alguna razón que ni siquiera era capaz de formular, ella merecía todo ese sufrimiento. De una forma u otra, siempre terminaba durmiendo entre lágrimas y buscando el consuelo en algún retal de sueño. Pero eso nunca sucedía, y lo único que le quedaba era llamar la atención de las personas que la rodeaban. Por eso inventaba todas aquellas historias. Por eso gritaba en silencio en mitad de aquel mar de apariencias. Por eso dejaba escapar su propia vida sin dejarse ser ella misma. Cambiando su fantasía por unas cuantas caricias.