Sonó el teléfono. Empezó a vibrarle en el bolsillo de forma continuada. Una. Dos. Tres veces. Aquello solo podía significar una cosa. Sintió sobre sus hombros el peso de la tragedia, y por un momento deseó evaporarse en el espacio. El corazón se le aceleró. Las piernas empezaron a temblarle. “¿Si?”
Y de pronto una ola de estupefacción inundó sus extremidades. Las lágrimas inundaron sus mejillas. No podía articular palabra. Solo podía sentir una gran la decepción. La decepción consigo mima por no haber sido más atenta con aquella mujer que le dio la vida a su propio padre. La decepción por no haberle dedicado una sonrisa cuando el carácter áspero de su abuela lo pedía a gritos entre frases fuera de sentido. La decepción con la vida por haberle arrebatado antes de tiempo a una de las mujeres que más quería. Y en ese instante lo supo. Nunca volvería a verla y siempre llevaría en su corazón el peso de un adiós que jamás llegaría a producirse.