Andrea López Zanón.- La ciudad dormía plácidamente mientras el ligero aire nocturno de agosto agitaba las hojas de los árboles. Lejos quedaban los coches, la gente, el tráfico, el murmullo del estrés y la mirada perdida del mundo. A pesar de todo, Eva continuaba sentada bajo la ventana. Los días habían pasado lentos después de aquel trágico verano, después de las lágrimas, las heridas, la torpeza de los sentimientos y la vulnerabilidad de su cuerpo. No había sido capaz de asimilar que la felicidad no había sido ideada para ella, que la tenue silueta del vacío la perseguía y perseguiría por siempre, y que los recuerdos de vivencias en las que ella se había sentido llena, alegre y repleta de júbilo terminaban esfumándose entre sus dedos dejando un agrio sabor a mentira. Para ella todo era de un mismo color… las calles, la gente, la vida y el mundo giraban entorno a una gran esfera gris… una esfera que absorbía sus ganas de luchar y mantenerse en pie y la dejaba caer lentamente sobre un sinfín de lágrimas y miradas caídas. Todo parecía haber terminado en su vida, todo parecía haberse evaporado junto a sus ganas de luchar, todo había perdido el valor para ella… En su mente enajenada siempre resultaba la misma pregunta: “¿Por qué luchas?”. Todavía no había encontrado la respuesta. Mientras tanto, su mirada seguía fija en un punto cualquiera de aquella solitaria calle… parecía que su subconsciente la obligara a permanecer atada a aquel grueso cristal como si dentro de él fuera a hallar la solución a su interrogante… pero los días pasaban y ella continuaba hundida en su gran mentira. Su alma acostumbraba a divagar por un mundo paralelo que ella misma había inventado… un mundo que salía de su mente y le ofrecía todo lo que un día pudiese haber pedido… pero aquello solo la llevaba a regocijarse más y más en sus propios deseos frustrados, en sus metas destruidas y en su verdad aniquilada.
Casi sin esperarlo, Eva sintió un escalofrío que recorrió cada poro de su piel y caló en sus entrañas. De manera casi intuitiva, tornó la vista hacía la puerta de aquella apagada habitación y allí estaba ella, de pie, mirándola con los ojos brillantes, mostrándole una dulce sonrisa que rompía con la monotonía de aquel lugar y ofreciéndole su mano en un cálido gesto de cariño:
– ¿Me acompañas?
Sin apenas darse cuenta, la respuesta a su eterna pregunta se había presentado ante sus ojos…
¿Por qué luchas?
Por la gente que te rodea, por la gente que te quiere.